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La desglobalización, una oportunidad para las empresas españolas.

Foto del escritor: Raúl Morales del PiñalRaúl Morales del Piñal

por Raúl Morales 17/11/2020

 

A principios de 2018 nos despertamos con la noticia de que el mundo había alcanzado en 2017 la mayor tasa de crecimiento económico de la última década. Según el Banco Mundial el crecimiento global en ese año fue del 3%, el mayor aumento desde 2011. Unas cifras realmente impresionantes si las comparamos con la media del 0,3% de los dos años anteriores. Sin duda todos los indicadores revelaban que habíamos superado la crisis financiera que hundió las economías mundiales en 2008. Los países desarrollados se encontraban en su mejor momento y ante un futuro realmente alentador. Solo un dato pasó desapercibido para la mayoría, el intercambio de bienes y servicios entre los países no crecía al mismo ritmo que la economía mundial. Los analistas lo justificaban por las tensiones desatadas por el proteccionismo de la administración Trump, las renegociaciones del NAFTA y la guerra comercial con China. Pero salvo por algunos pocos este no fue considerado como un hecho significativo, sino más bien un ajuste que respondía al potente crecimiento económico mundial. Este dato, que tan solo se apreciaba como un indicador coyuntural en 2017, acabo convirtiéndose en una tendencia a lo largo del 2018 y 2019. Pero llego el 2020, y con él llego la pandemia.


Iniciamos el decenio con China cerrada a cal y canto, el mayor productor de bienes y componentes del mundo tenía las persianas echadas. Esta situación repercutió inmediatamente en las cadenas de valor del resto del mundo, las cuales vieron interrumpidos sus aprovisionamientos de suministros, cuando en el mejor de los casos, mantenían stocks suficientes para seguir fabricando tan solo dos o tres semanas más. Mientras el resto del mundo mantenía su demanda interna intacta, pero con serios problemas para producir. Pocos meses después la situación se invierte, China vuelve a arrancar sus procesos fabriles e industriales, mientras el resto del mundo desarrollado se confina y cae el consumo como no lo había hecho desde la segunda guerra mundial. Este es el epitafio de la globalización, los grandes productores mundiales se dan cuenta del riesgo operativo que supone mantener disgregadas por el mundo sus cadenas de valor.

Ha nacido una tendencia que va a cambiar el panorama geoestratégico de las economías mundiales, la “Regionalización” o producción en proximidad. La relocalización de actividades productivas que habían sido deslocalizadas en el pasado, van a desandar su camino. La búsqueda de mayor flexibilidad y rapidez, provocadas por las exigencias de los consumidores espolea este cambio de estrategia global. La creciente “customization” de los productos hace aconsejable que no solo los centros de producción sino los de innovación, diseño, marketing…, estén cercanos a los centros de consumo. Todo esto impulsa una tendencia hacia la localización de los procesos de producción de forma “regional”. Es decir, que, aunque los centros productivos no tienen que situarse necesariamente en el mismo país, sí deben localizarse en países próximos los unos a los otros.

A ninguno se nos escapa que la situación económica de nuestro país es nefasta y las previsiones empiezan a acompañarse con los ecos de las trompetas de Jericó. Con un gobierno desaparecido de las tomas de decisión, impulsos a la economía real inexistentes, la industria retrocediendo al mismo ritmo que el consumo, la banca cediendo sus dividendos a la normativa BCE de dotaciones de provisiones y miles de autónomos recogiendo los pocos bártulos que quedan en sus negocios ya cerrados. El FMI pronosticaba el mes pasado una caída del 12,8% del PIB nacional, sin ni siquiera haber descontado los nuevos confinamientos que nos ha traído el otoño. La balanza por cuenta corriente, que mide los ingresos y pagos al exterior por intercambio de mercancías, servicios, rentas y transferencias, redujo un 92,7% su superávit en el primer semestre del año. La situación ha dejado de ser preocupante para convertirse en trágica.

Pero las crisis siempre traen aparejados cambios y estos exigen adaptaciones que no necesariamente tienen que ser perjudiciales. El sector exterior, que ya ejerció de palanca de la economía en la última década vuelve a situarse en el punto de mira. Es cierto que en esta ocasión estamos mejor preparados, nuestras empresas han aprendido a competir sin complejos en el mercado mundial de bienes y servicios. Según el Informe Nation Brands 2019 de Brand Finance, la “Marca España” ha aumentado su valor un 80% en los últimos 5 años, situándola en el puesto número 11 mundial, aunque aún muy lejos de las valoraciones (tasación económica de marca) de los Top Ten.

Una vez más, aquí es donde radica nuestra oportunidad. El proceso de regionalización pujante en este 2020 nos sitúa geoestratégicamente en el área de influencia de los grandes productores europeos. Mientras las cadenas de suministro estaban orientadas hacia Asia, España no se incluía fácilmente en los ejes de las mismas. Es ahora cuando estos buscaran nuevas compañías ubicadas en el entorno europeo con capacidades suficientes para integrarlas en sus cadenas de valor. Tenemos que potenciar nuestras ventajas competitivas para aportar valor añadido a los procesos que se van a “regionalizar” en los próximos años. Alinear las distintas áreas de nuestras organizaciones hacia una estrategia exterior y fortalecer nuestras capacidades para presentarnos como proveedores confiables será la clave del éxito.

Este es un tren que nuestro tejido empresarial no puede dejar pasar si queremos sostener nuestra economía. Si España no quiere convertirse en la subsidiada de Europa, somos nosotros, cada uno de los españoles, trabajadores y empresarios, los que tendremos que tomar las riendas. No caerá el Maná, no será este el gobierno que lidere la recuperación. Estamos solos ante el mayor reto económico de nuestra generación.


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